mercoledì 4 febbraio 2009

José Luis Restán: la revoca della scomunica, un gesto di misericordia frutto del Concilio


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Riceviamo e con grande piacere e gratitudine riceviamo questo interessantissimo articolo di José Luis Restán. E' in spagnolo ma assolutamente comprensibile.
Grazie ancora
:-)
Raffaella

OBISPOS LEFEBVRIANOS

Un gesto de misericordia, fruto del Concilio

Por José Luis Restán

Reconozco que la tesis no es mía, sino del Director de L'Osservatore Romano, Gian María Vian. La decisión de Benedicto XVI (sabia, valerosa y sufrida) de revocar la excomunión que pesaba sobre los cuatro obispos consagrados en 1988 por Marcel Lefebvre es un gesto de misericordia y de paz con vistas a sanar la dolorosa fractura provocada por aquella desobediencia flagrante. Un gesto que ha sido posible por la grandeza de alma del Papa, pero también porque el Concilio Vaticano II es ya un dato perfecta y serenamente clarificado en el surco de la gran tradición católica.

Empecemos por aclarar que el levantamiento de las excomuniones no es el final del camino que debe llevar, si Dios quiere, a insertar plenamente a los miembros de la Fraternidad San Pío X en la plena comunión de la Iglesia. Se trata de una decisión que allana el camino y que responde a la petición realizada por el Superior general de la Fraternidad, Mons. Bernard Fellay, quien había escrito al Papa que "estamos siempre fervorosamente determinados en la voluntad de ser y permanecer católicos… nosotros aceptamos todas sus enseñanzas con ánimo filial, creemos firmemente en el primado de Pedro y en sus prerrogativas y por ello nos hace sufrir tanto la actual situación". A la vista de este reconocimiento y tras largos y pacientes coloquios que han tomado en cuenta la situación real en el seno de la Fraternidad, Benedicto XVI ha decidido dar este paso, con el deseo explícito de que sea seguido "por la solícita realización de la plena comunión con la Iglesia de toda la Fraternidad San Pío X, testimoniando así auténtica fidelidad y un verdadero reconocimiento del Magisterio y de la autoridad del Papa, con la prueba de la unidad visible".
Previamente a esta decisión, el Papa había realizado una paciente tarea para clarificar malentendidos. En primer lugar, ha dejado claro que el Concilio Vaticano II no puede ser interpretado en una lógica de discontinuidad y ruptura que lo aislaría del flujo de la Tradición, sino en la lógica de la renovación de la Iglesia, siempre fiel a su origen y al mismo tiempo abierta al futuro. Una consecuencia de esto ha sido la liberalización de la forma extraordinaria del único rito romano, que permite el uso del Misal de San Pío V, reformado en 1962 por el beato Juan XXIII. No hay lugar por tanto a ninguna ruptura de la Tradición, del mismo modo que la Iglesia, como cuerpo vivo guiado por el Espíritu del Señor, jamás se fosiliza en sus formas y en sus expresiones. Las nieblas que de buena fe podía enturbiar la mirada de los miembros de la Fraternidad San Pío X han quedado por tanto despejadas. Ahora queda esperar que estos manifiesten sin fisuras su plena adhesión al Magisterio de la Iglesia y a la autoridad de Benedicto XVI, que en su primer mensaje como Sumo Pontífice manifestó su "decidida voluntad de proseguir en el compromiso de aplicación del concilio Vaticano II, a ejemplo de mis predecesores y en continuidad fiel con la tradición de dos mil años de la Iglesia" consciente de que "los documentos conciliares no han perdido su actualidad con el paso de los años, al contrario, sus enseñanzas se revelan particularmente pertinentes ante las nuevas instancias de la Iglesia y de la actual sociedad globalizada".
Es éste un momento de alegría para toda la Iglesia, aunque haya quien parezca triste o enfadado. Resultan especialmente absurdas las protestas de quienes invocan la misma magnanimidad para los representantes del "ala izquierda", los Küng, Boff, Curran, etc… En primer lugar, sobre estas personas jamás ha pesado una sanción tan extremadamente dura como la excomunión, y por otra parte estamos a la espera de la gozosa noticia de que desean permanecer plenamente católicos, fieles al magisterio de la autoridad del Papa. Una simple misiva con ese reconocimiento y su situación empezaría a cambiar. Pero aparte de esas intempestivas protestas, tampoco podemos echar las campanas al vuelo. Como bien dice Vittorio Messori en una entrevista concedida al hilo de la noticia, "las dificultades, más que teológicas, son de naturaleza filosófica y política…. lo que separa a los lefebvrianos de Roma no es sobre todo la misa en latín o el decreto sobre la libertad religiosa del Vaticano II, sino ese entramado político-religioso (la revolución, la nostalgia monárquica, el galicanismo, el jansenismo y las leyes religiosas de Pétain) que está detrás de la experiencia nacida con Marcel Lefebvre". Hasta aquí la lúcida advertencia de Messori. Queda mucho por purificar y aclarar hasta que podamos alegrarnos con la plena comunión de estos hermanos, pero el paso de Benedicto XVI demuestra su grandeza como pastor de la Iglesia universal.
Una última reflexión merece la polémica colateral suscitada en el mundo judío por el hecho de que uno de los obispos de la Fraternidad, el inglés Richard Williamson, ha realizado recientemente una declaración en la que negaba las dimensiones del Holocausto. La amargura de los portavoces judíos por esa declaración es tan comprensible, como injustas sus invectivas contra el Papa alemán que pronunció aquel histórico discurso en Auswitch. La Iglesia ha dejado bien clara su postura ante la Shoá y los judíos lo saben muy bien. Que uno de los obispos lefebvrianos haya realizado una declaración ridícula y destemplada sobre el particular no empaña un milímetro esa verdad, ni puede ser un obstáculo para la magnánima decisión de Benedicto XVI. Cualquiera diría que algunos exponentes del mundo hebreo esperan detrás de cada esquina para zaherir al Papa que mejor ha comprendido en la historia la intrínseca y dramática relación que unirá a judíos y cristianos hasta el final de los tiempos. Dios quiera que veamos pronto al Papa Ratzinger en Jerusalén para sanar esta herida que algunos se empeñan en envenenar cada día.

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